ARTICULO 1


El 2 de diciembre de 1947, en un pequeño poblado llamado El Limoncito, Estado de Jalisco (México) falleció un humilde creyente indígena llamado "el hermano Silverio". Dos meses antes, durante las reuniones anuales de la Asociación Bautista de la región, había testificado de su fe en el Señor mediante el bautismo. Al regresar a casa cayó enfermo, y a pesar de la gravedad de su caso, fue hecho objeto de una dura persecución. Las autoridades agrarias del lugar fueron a verlo con la amenaza de que si no dejaba su nueva religión le cancelarían su derecho a la parcela de tierra que sembraba. En presencia de la comitiva y de sus propios hijos el hermano Silverio pidió a su esposa que le trajeran las Sagradas Escrituras. Con el sagrado libro en la mano le dijo:

"Aquí está tu parcela, tu herencia y la de mis hijos. A nadie se la entregues. Léela mucho."
Y con voz entrecortada pidió que cantaran su himno favorito. Les acompañó en cuatro palabras solamente y luego entregó su espíritu en la más dulce quietud.
Semejante aprecio por las Sagradas Escrituras, aunque no sea expresado siempre en forma tan dramática, es el sentimiento común de los hijos de Dios. Sabemos que "toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto (apto, capaz), enteramente preparado para toda buena obra" (2 Timoteo 3:16, 17). Y en ocasiones hasta compartimos el sentir del Salmista y decimos: "¡Cuan dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca" (Salmo 119:103).

Pero si somos honrados, tenemos que confesar que hay ocasiones también cuando leemos las Sagradas Escrituras más bien por un sentido de deber que por el espontáneo deseo de hacerlo. Y aunque sabemos que nuestras lecturas bíblicas debieran traernos bendición, a veces cerramos el Libro con cierto sentido de decepción. Estamos convencidos de que "esto no debe ser así", pero ¿cómo podemos lograr que nuestro estudio bíblico personal sea siempre fructífero?

LEA LAS SAGRADAS ESCRITURAS EN BUSCA DE ALIMENTO ESPIRITUAL


Para algunos hermanos parece que el Libro de Dios es una simple sarta de curiosidades. Se deleitan en hacer alarde de sus "conocimientos bíblicos", pero éstos resultan ser de escaso provecho espiritual. Consisten en el aprendizaje de los detalles mecánicos de la Escritura y en una familiaridad amplia con sus datos curiosos. Por supuesto, debemos conocer los nombres de los sesenta y seis libros de la Biblia y saber el orden en que aparecen. Vale la pena saber que Marcos no era uno de los doce apóstoles y que Dan y Beerseba no fueron marido y mujer. Además, es interesante saber que el capítulo más largo de la Biblia es el Salmo 119 y que el más breve es el Salmo 117. Pero puede uno saber todo esto y mucho más de semejante índole sin que su vida diaria dé evidencia de una íntima comunión con Cristo.

Para otros, parece que las Sagradas Escrituras es más bien un almacén de parque. La leen a través de gruesos lentes de polemista, buscando siempre algo con qué combatir las opiniones ajenas. No cabe duda de que la polémica tiene su lugar y que cada creyente debe saber defenderse de los estragos del error. No obstante esto, el propósito principal con que damos lectura a la Palabra de Dios debe ser el de buscar pan y no piedras.

Ahora bien, si vamos a obtener de las Sagradas Escrituras nuestro alimento espiritual, tendremos que leerla con regularidad. He oído decir que un perro puede sobrevivir sin comida por 20 días, una tortuga por 500 días y cierta especie de pez por 1000 días. ¡Pero no debemos aspirar a ser cristianos tipo perro, tortuga o pez! Más bien debemos recordar la práctica de Israel de recoger el maná cada día (Éxodo, capítulo 16) y arreglar nuestro horario de tal manera que podamos seguir su ejemplo.

"Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti, y esperaré" (Salmo 5:3).

 Sin duda la mañana es el mejor tiempo para nuestra cita diaria con Dios porque entonces nuestra mente está más despejada. El lugar debe ser el sitio más tranquilo de que podamos disponer. Pero sea dónde y cuándo sea, lo importante es que se establezca el hábito de tomar tiempo cada día para leer las Sagradas Escrituras y orar.